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LA BANALIDAD
9/30/2013
LEÓN BENDESKY
La película Hannah Arendt, de Margarethe von Trotta, devuelve a la discusión el controvertido asunto de lo que ella denominó la banalidad del mal. El planteamiento surgió a raíz de la cobertura periodística que Arendt hizo del juicio de Adolf Eichman en Jerusalén, en 1961.
Lo que encontró es que un hombre mediocre y sometido a la ideología de un Estado descompuesto y a la disciplina burocrática expresada como el cumplimiento de leyes asesinas, era capaz de cometer actos de crueldad extrema, planificada y sistemática y, sobre todo, era capaz de justificarlas. Durante el juicio Eichman no aceptó que hubiese cometido crimen alguno, sólo que cumplía con el deber, con las órdenes que recibía.
Y esto ocurría en un entorno de situaciones límite impuestas sobre las víctimas en términos individuales y colectivos. La experiencia significó una gran descomposición social y política en Europa y más allá. Sus repercusiones están aún vivas. El corto siglo XX, como llamó Hobsbawm al periodo de 1914 a 1991, fue sin duda de una violencia extrema. Eichman, personaje clave de la ejecución de la solución final, con la deportación, internación y exterminio de gitanos, comunistas, homosexuales, ciudadanos polacos, resistentes, judíos y otros más señalados por el aparato nazi y enviados a los campos de concentración y matanza, se convirtió en uno de los actores principales de la banalidad del mal.
Vaya reflexión la de Arendt, planteada en un momento en el que los acontecimientos estaban todavía muy frescos, apenas luego de 15 años del final de la guerra. No era posible entonces aceptar que cometer atrocidades de tal magnitud pudiese ser interpretado como producto de actos banales y no como una maldad categórica. Arendt fue duramente atacada desde distintos frentes. Mantuvo su postura con integridad y se quejaba de que quienes estaban contra ella no habían leído su texto. Esto suele ocurrir a menudo en los debates intelectuales, sobre todo, aquellos con alta carga ideológica o emocional.
Con el tiempo, el argumento de Arendt ha ido ganando terreno como posible interpretación de situaciones de conflicto en las que se desata una violencia tan grande y con actos salvajes que bien pueden asimilarse al caso de la maldad banal. Sicarios, milicianos, soldados o viles maleantes que lastiman y matan sin contemplación alguna del significado humano de lo que hacen.
La banalidad se agranda con la presencia cotidiana de asesinatos, terrorismo, delincuencia, guerras formalmente declaradas o no. Se acrecienta con la exhibición de muertes, torturas y destrucción sin sentido en la televisión y el cine, y hasta con un sinfín de juegos con los que los niños se entretienen y compiten matando más enemigos virtuales.
Y la banalidad se extiende por otros terrenos que son igualmente destructivos, aunque su efecto se disimule y se manifieste de manera más difusa en el tiempo pero sin ser por ello menos perniciosa. Hay cierta banalidad del mal en las políticas públicas aplicadas en un amplio conjunto de países a partir de la crisis financiera de 2008. Es banal la forma de sostener el ajuste fiscal que afecta principalmente a los que dependen más de los servicios que provee el Estado o quienes tienen menos posibilidades de defenderse cuando van a perder su casa, el empleo, la atención médica, la beca para seguir estudiando o ven coartado radicalmente su horizonte de bienestar y oportunidades.
Y es banal porque el ajuste recesivo se escuda en una visión contable de activos y pasivos considerada a corto plazo y con supuestos de desempeño económico que no soportan las medidas que se imponen y, en cambio, prolongan las restricciones sobre la mayor parte de la sociedad. Para ello no hay estimaciones que den cuenta de los costos directos –y en un plazo más largo– del efecto del ajuste social en curso y menos aún de lo que costará la reposición de lo perdido en cuanto a los recursos necesarios, el desgaste de los bienes materiales y, sobre todo, de las capacidades humanas desperdiciadas y las que dejaron de crearse. Se trata de seres humanos.
Pero lo cierto es que es cada vez mayor el desgaste social y la fragilidad de la capacidad de resistencia de grandes grupos de la población. Terminar con la pobreza ha sido un objetivo totalmente fallido de la política. En cambio, se extiende la precariedad y la desigualdad. Parece que los gobiernos necesitaran esa desigualdad para encontrar su razón de ser y para mantener las pautas del control político.
Vale la pena considerar a fondo el sentido de la banalidad, incluso en términos más amplios de lo que representa el mal extremo como el tratado por Arendt. El desenvolvimiento del capitalismo como sistema global al que se tienen que adaptar cada una de sus partes como unidades nacionales, ha acabado con cualquier pretensión de lo que fue un Estado de bienestar. La disputa por los recursos y el excedente es feroz y cualquier semblanza de un sistema económico de mercado que sea eficiente por sí mismo es insostenible. Pero también lo es el de un modelo sustentado en el Estado que decide por los ciudadanos. La quiebra de un arreglo social con un nivel aceptable de decencia es la norma actual y se vuelve una situación banal.
*Artículo publicado en La Jornada el 30 de Septiembre de 2013.
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