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EL CAMPO DE LO COMÚN

8/13/2012

LEÓN BENDESKY

La inflación en México ha aumentado en los meses recientes. En julio, el índice general de precios creció a una tasa anual de 4.42 por ciento, muy por encima del nivel más alto propuesto en los lineamientos de la política monetaria, que lo fijan en 3 por ciento.

El Banco de México considera que entre las causas principales de tal aumento están la depreciación del peso frente al dólar que se dio hace unas semanas, y las repercusiones del largo periodo de inestabilidad financiera en la zona del euro.

En la medición de la tasa de crecimiento de los precios se considera la parte del índice que mide los productos y servicios con menor variación (llamada subyacente) y que señala la tendencia de mediano plazo de la inflación; esta aumentó 3.59 por ciento.

Pero la parte de los precios que registra mayor volatilidad (la no subyacente) se elevó hasta 7.30 por ciento. En este último segmento pesa de modo relevante el mayor precio de los alimentos y, en especial, del maíz, asociado con los efectos de la sequía en México y también en Estados Unidos, de donde se importa hasta una tercera parte del consumo nacional.

Hay sequía en el norte del país desde 2011 y se espera que aumente 13 por ciento la importación de maíz en este ciclo. Esto, en medio de un aumento de los precios del maíz producido en Estados Unidos. El maíz tiene un papel preponderante en los precios de la cadena alimenticia de una serie de productos pecuarios, como la carne y el pollo. Si se añade el alza de la soya el problema es aún más grave. Además se destina cada vez más a producir etanol.

Los mayores precios agropecuarios impactan en la inflación, que es una de las variables clave de la estabilidad macroeconómica y parte medular de la política económica. Sin embargo, la cuestión relevante tiene que ver con las condiciones adversas que enfrentan los productores y la carestía que afecta al consumo de esos productos. El problema es eminentemente social. En términos más generales se plantea que la situación podría generar de nuevo una crisis alimentaria en diversas partes del mundo como la que ocurrió en 2007 y 2008.

Detrás de las condiciones climáticas que repercuten en la producción de alimentos y en los precios, hay una serie de elementos que tienen que integrarse en los análisis sobre la cuestión agrícola y sus grandes efectos sociales. En el centro está el proceso de cambio climático sobre el que no se acaba de establecer un consenso científico y político acerca de sus causas y sus consecuencias. Mucho menos hay acuerdos sobre lo que debe hacerse en una sociedad global.

Este es un asunto que previene la capacidad y la misma exigencia vital de fijar una serie de criterios urgentes para la gestión (en cuanto al uso, administración y, particularmente, acceso) de los recursos naturales. La preservación y recomposición de esos recursos está en contraposición con los criterios eminentemente materiales que prevalecen en la sociedad y que se extienden desde el occidente hacia todas partes.

Ese materialismo que tan profundamente se ha instalado en la sociedad se asocia con los criterios contrapuestos entre el interés y el bienestar individuales frente a los de naturaleza colectiva. Buena parte de esa visión del mundo está contenida en la máxima de que la persecución del interés individual lleva, en el marco de una economía de mercado, al bienestar general. Se trata de aquella vieja mano invisible. Este principio sigue siendo el eje de las ideologías neoliberales. Es, crecientemente, una manifestación del conflicto social que atenta en contra del equilibrio ecológico.

Un asunto como el de la sequía y el más amplio del cambio climático, está enmarcado en la práctica de rapiña del medio ambiente. Ahí está la pérdida de la superficie de hielo de Groenlandia, el desmoronamiento de los glaciares en los polos, el consumo de los bosques, los patrones de la producción animal e industrial, la urbanización descontrolada. El catálogo es largo y variado, pero apunta en una sola dirección y sin fuerzas suficientes que contrarresten el proceso de degradación en curso.

Lo que prevalece es una cultura sostenida en una visión de lo individual y privado, que choca de modo cada vez más frontal con las condiciones de la supervivencia colectiva. El corto plazo es la dimensión predominante, y el largo plazo queda abiertamente comprometido. Las cosas prevalecen por encima de las personas. ¿Qué significa en este marco la medida del crecimiento del PIB o la concepción acerca de la creación y la distribución de la riqueza?

Un planteamiento sobre esta forma de conflicto social, cultural y hasta civilizatorio lo planteó desde hace casi 45 años Garrett Hardin en un influyente artículo al que tituló: La tragedia de los comunes. Se refería ahí al problema de la población y sus consecuencias adversas de índole general. La idea que propuso es que dicho problema no tiene una solución técnica, sino que requiere una extensión fundamental a la moral. La concepción ofrecida en ese breve texto debe recuperarse y ampliarse para exponer las contradicciones materiales, políticas, ideológicas y, también, técnicas, de la gestión ecológica que se entiende como la relación de los hombres con su entorno físico y social.



*Artículo publicado en La Jornada el 13 de Agosto de 2012.

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