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EL RELEVO

10/8/2012

LEÓN BENDESKY

El gobierno que está por terminar está pasando la estafeta al nuevo que comenzará el próximo diciembre. El relevo se está haciendo con mucha eficacia y a toda velocidad; es casi de precisión olímpica. El Congreso recién instalado no se dilató en procesar los cambios a la ley laboral y ya se prepara para modificar también el régimen de operación de Pemex. Allana el camino para la siguiente administración y obsequia algo a la que termina. Aún faltan las medidas fiscales.

Las formas de gobernar y de legislar, a pesar de su presteza –o por ella misma–, están sustentadas en el mismo principio del ejercicio político que la muy cacareada pero ya desvirtuada alternancia partidista en el poder no cambió de forma alguna que sea relevante para la mayoría de la gente.

Los argumentos que de modo explícito sustentan las significativas modificaciones al régimen laboral, que están por validarse en la mancuerna del Senado, sostienen que se creará más empleo y se aumentará la productividad.

Estas son, ciertamente, dos cuestiones clave en esta economía donde prolifera la ocupación informal, la subocupación, y los bajos niveles de ingreso. Son, también, elementos esenciales para sustentar un crecimiento mayor y sostenido del producto, mismo que se ha vuelto crónicamente bajo y vulnerable desde hace ya tres décadas.

Pero no se consideró siquiera necesario ofrecer un sustento técnico o un razonamiento armado de manera coherente sobre tales supuestos que se han presentado, más bien, como un asunto doctrinario. Los legisladores no tienen que explicar nada a quienes los eligieron de modo directo y mucho menos en el caso de los plurinominales.

La nuevas formas de contratación que se admiten en la alterada ley no afianzan un mercado laboral más robusto y equitativo y, en cambio, tienden a crear mayor precariedad del trabajo. Tampoco implican que los niveles del ingreso salarial se eleven junto con la muy baja productividad general del sistema económico.

La carga del cambio legal en materia laboral se impone sobre los trabajadores. No hay correlato alguno con las condiciones que enmarcan a la inversión productiva, así como con la enorme concentración de la propiedad y la riqueza, o sea, las grandes restricciones a la competencia que definen a la economía mexicana. La efectiva expansión del producto, del aumento de la productividad y la creación de más empleos, bien remunerados y con prestaciones sociales se basa en la inversión. En este modo de producción se trata de capital y trabajo. El esquema propuesto en la ley apunta, en cambio, a un aumento de la rentabilidad del capital sin que entren en la mira aquellos otros componentes.

De la reordenación de los sindicatos y la participación de los trabajadores que limite el poder de los líderes y aclare el uso de los recursos, que en algunos casos son multimillonarios, ni se quiere hablar en realidad. Seguirán siendo cotos de poder y control. Esa es una forma tramposa de defender los derechos laborales y constriñe el alcance de cualquier reforma.

Una situación similar se vislumbra para el caso de Pemex. En esa empresa pública nadie cree nunca conveniente siquiera presentar las propuestas de modo claro y convincente, sustentados en evidencias y premisas claras que conduzcan a las conclusiones ofrecidas. Al igual que en el caso laboral, la industria petrolera se maneja de manera doctrinaria, como ocurre con todo el sector energético. Y se hace con muy poca transparencia, si acaso.

Se puede tratar de la exploración, la producción o la comercialización, puede ser acerca de las coinversiones con otras empresas o los contratos con astilleros españoles. Ni el mismo consejo de administración parece enterarse de lo que ocurre, ni mucho menos rinde cuentas de su gestión, y las contradicciones entre los funcionarios son patentes y ñoñas.

Se trata, nada más, de la empresa que genera una tercera parte del ingreso del gobierno y que administra una riqueza natural de mucha relevancia y que es, formalmente todavía, propiedad de la nación. Plantear organizar a Pemex de modo similar al de Petrobras sin considerar abiertamente el anacronismo institucional en el que está el país es, cuando menos, asombroso si no es que cándido. Sobre todo en el caso de la industria petrolera.

Todo esto indica que se refuerza el modelo de gestión político-económico del que supuestamente habría de estarse alejando el país. El discurso político y las políticas públicas impuestas desde 1982 y sobre todo desde 1988, ya se han cumplido a cabalidad. El problema es que ya no resisten más la confrontación con la realidad.

La tasa de crecimiento no podrá aumentar porque la base de operación sistémica no se altera y, en cambio, se recrean los modos más conservadores de la gestión social. Se pretende con los cambios que se están haciendo darle la vuelta a una crisis estructural, pero así no se puede. Las contradicciones sólo se van a agravar.

Así como funciona la economía y como está conformado su entorno social; así con el magro crecimiento promedio del producto desde hace mucho tiempo; así con una distribución del ingreso muy desigual, es suficiente para generar una alta rentabilidad en los sectores que están fuertemente concentrados. Es, pues, incongruente, pensar que el mercado interno será la base de una expansión renovada y sostenible del producto y del ingreso que vaya en verdad más allá de la generación de grandes rentas económicas.



Artículo publicado en La Jornada el 8 de Octubre de 2012

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