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Nuestro Punto de Vista
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NO ES SOLÓ LA ECONÓMIA
8/29/2016
LEÓN BENDESKY
Hacienda y el Banco de México habían logrado establecer desde hace algunos años un entorno de estabilidad macroeconómica, caracterizado esencialmente en términos, primero, del mantenimiento de una inflación baja y con pocas fluctuaciones y, segundo, de un control de déficit fiscal por medio del control del gasto y, más recientemente, con el aumento de los impuestos.
Esto sirvió para la defensa de la política económica. Pero ha sido un parapeto para mantener una serie de desequilibrios que definen, de un modo que puede considerarse estructural, el funcionamiento de esta economía.
Los hechos indican que, según las mediciones convencionales del PIB, desde hace tres decenios no se crece a más de 2.5 por ciento en promedio anual. Sobre esta medición caben algunas precisiones en cuanto el impacto de los flujos de mercancías y de capitales, pero tal análisis no se ha promovido de modo sistemático.
Ese entorno de estabilidad está desquebrajándose. Esto ocurre aun en el marco del amplio programa de reformas aplicado por el gobierno actual, y cuya evolución no apunta a un cambio decisivo de las tendencias registradas.
No es ninguna noticia el hecho de que se revise de nuevo hacia abajo la tasa de crecimiento de la economía esperada para el final de este año. Así ha sido el comportamiento durante este gobierno.
Este no es un asunto sobresaliente, ya que en general, cuando se prepara el presupuesto federal se ha tendido a proyectar una alta tasa de expansión de la actividad productiva. Tal vez con ello se trate de provocar unas expectativas favorables para el aumento del gasto de inversión y de consumo del sector privado, claro que apoyados por un gasto público suficiente y, de preferencia con un bajo nivel de endeudamiento que contenga el déficit fiscal. No ocurre ninguna de las dos cosas.
La situación económica internacional no soporta una expansión más robusta de la economía mexicana. El bajo precio del petróleo sigue conteniendo los ingresos públicos y ha puesto a Pemex y a la industria petrolera en una posición muy débil, casi de extinción.
Las tasas de interés en México son más altas que en las economías desarrolladas y cada vez que la Reserva Federal amaga con subirlas (como sucedió otra vez la semana pasada), el peso se deprecia frente al dólar. Ante eso habrá que ampliar el diferencial de las tasas para mantener algún atractivo de las inversiones financieras en pesos. A pesar de eso salen grandes cantidades de dólares para depositarse fuera.
Tampoco son favorables las condiciones del crédito, pues en todas partes prevalecen los criterios de la especulación por encima del financiamiento de la producción. Ese es el tenor del sistema financiero, sin que se rompan las pautas que llevaron a la crisis de 2008. El acomodo de las normas de la regulación financiera ha provocado, igualmente, una disminución de las corrientes de los empréstitos a las empresas, sobre todo a las de menor tamaño.
La contención del déficit fiscal mediante los recortes del gasto público, incluido el fuerte atraso de los pagos a los proveedores del gobierno, contribuye a la desaceleración del ritmo del crecimiento. Al mismo tiempo, la deuda pública sigue creciendo, y el costo de servirla también. El déficit primario (antes del pago de intereses) es muy alto. Los gasolinazos indican la precariedad del fisco.
La inversión extranjera directa que llega al país y que se pone constantemente de relieve como una señal del atractivo de esta economía, responde a las previsiones de las empresas matrices del aumento de la demanda en Estados Unidos, y tienen un impacto reducido en la expansión interna.
Ese es uno de los rasgos definitorios de la apertura comercial y financiera que se ha instrumentado desde la firma del TLCAN. La misma estrategia se ha seguido con la firma de abundantes acuerdos de libre comercio con muchos países en todo el mundo y con resultados muy pobres.
Dadas las características del proceso de globalización en las últimas tres décadas, México encontró un lugar en las cadenas internacionales de producción en áreas como la automotriz, electrónica, eléctrica y aeroespacial. Pero su efecto multiplicador en la generación de ingresos, de empleo y, sobre todo, en la inversión interna no es tan grande como para impulsar la expansión. Tiene, sí, un impacto regional de relevancia en localidades específicas en diversos estados. No hay motor interno de crecimiento con suficientes caballos de fuerza para ir más allá del 2.5 por ciento anual.
Se engañarían Hacienda y el banco central, y lo haríamos todos, si se piensa que la apocada tasa de crecimiento y las revisiones a la baja se deben sólo a cuestiones económicas. No se trata del comportamiento que se adjudica a los agentes económicos cuando realizan transacciones en el mercado sustentadas en decisiones que toman de manera racional.
Tal compartimentación de las decisiones no existe más que en las teorías que ahora se disputan. Aquí lo racional involucra otros aspectos clave del modo de funcionamiento de esta sociedad: la fragilidad institucional y legal, la falta de acuerdos fundamentales, la inseguridad, la violencia, la impunidad, la desigualdad creciente y la corrupción, que tienen un efecto demoledor y que no son una cuestión cultural y mucho menos sólo una parte del anecdotario con el que vivimos.
*Artículo publicado en La Jornada el 29 de agosto de 2016.
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