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FINANCIAMIENTO RESTRICTIVO

6/30/2014

LEÓN BENDESKY

En cada ocasión en la que se consideran las condiciones del funcionamiento del sistema financiero mexicano es inevitable el señalamiento acerca de sus limitaciones. Es insuficiente el crédito que llega a las empresas más pequeñas y medianas; son altos los costos del crédito y, también, en general de los servicios bancarios para los usuarios; la actividad financiera es reducida en proporción con el producto generado, por debajo de muchos países de la región; la mayor proporción del ahorro se genera de manera forzosa y se utiliza primordialmente para financiar el gobierno; hay una alta concentración en el sector en dos empresas y con cinco bancos y los diversos instrumentos que controlan se alcanzan las cuatro quintas partes de la cartera total de crédito.

Por esas características, el sistema de pagos está igualmente concentrado, lo que representa un alto riesgo para el conjunto de las transacciones que se hacen cotidianamente; además, hay una fuerte preponderancia en el mercado de grupos financieros del extranjero lo que, aunque para algunos parece no ser un aspecto significativo, afecta las políticas de financiamiento, sus costos y el control de los recursos apropiados y los rendimientos generados. Y, en este listado, que no es exhaustivo, se añade continuamente el asunto de la cobertura de los servicios, es decir, el problema del reducido grado de la inclusión financiera.

La historia reciente del sistema financiero de México está plagada de crisis y restructuraciones, salvamentos y cambios en la estructura de la propiedad. A eso se suman los vaivenes legales y, sobre todo, la manipulación política. Desde la privatización de los bancos en 1982 y las sucesivas crisis económicas ese sector se ha ido configurando de un modo específico, que no es, por supuesto, resultado de un proceso natural y que no tiene nada de casualidad.

Es el mismo proceso que ha llevado a que sea constante la evaluación que se señala más arriba y que, por cierto, se acopla de manera bastante similar a la apreciación que hace el propio gobierno de la situación. En esto parece, pues, haber un consenso.

El asunto es qué hacer a partir de él y ese es el dilema de la política financiera del país. Una muestra de lo que esto representa en materia de gestión pública, aunque sea parcial por sus objetivos y los instrumentos que se proponen, es la reforma financiera que aprobó el Congreso hace unos meses. Pero la imagen de las restricciones que existen se repite en buena parte de las consideraciones públicas que se hacen en el Banco de México o en los temas que se tratan directamente en el campo de la regulación que se aplica desde ahí y en la Comisión Nacional Bancaria y de Valores; o bien, en las acciones que emprende la Condusef en materia de protección de los usuarios.

Así que en el diagnóstico usual del sistema financiero hay un amplio acuerdo sobre las restricciones con las que éste opera, los obstáculos que impone al crecimiento de la economía, y los límites de la cobertura a la población, en especial, la que tiene menores ingresos. Puede ser que de tanto estar de acuerdo se tienda a convertir lo que se sabe en una condición aceptada que llegue hasta a estorbar en las acciones para superarla.

Hay una consideración que habría que hacer explícita con respecto a estos diagnósticos y observaciones ya convencionales y que se plasman en los análisis, las declaraciones y las medidas de política y de gestión en este terreno. Esto tiene que ver con el diseño y la configuración del sistema financiero del país.

Lo que hoy existe es producto de una serie de circunstancias que son claramente identificables, que han ocurrido durante más de 30 años, que están asociadas con medidas de política pública aplicadas por una serie compacta de funcionarios y, de modo crucial, es el resultado de decisiones políticas no aleatorias.

Con ello se han asignado recursos públicos con criterios muy discrecionales, ha habido muy poca o nula rendición de cuentas, se ha conformado una organización en términos de la propiedad con grandes efectos patrimoniales y un orden institucional que sólo puede producir lo mismo que ahora se presenta como un diagnóstico usual.

Si se hubiese planeado de modo consistente un sistema financiero como el que existe en México no se hubiese llegado a lo que hoy se tiene. Terminó siendo un diseño predispuesto para lo que hace, así está definido su patrón de funcionamiento y su esquema de rentabilidad. En ese ambiente es complicado que en el núcleo del sistema se establezcan los estímulos para cambiar las pautas del fondeo, del financiamiento y de los ingresos por los servicios que se ofrecen.

Recuperar alguna forma de funcionalidad asociada de modo más estrecho con la actividad productiva podría partir de esa visión de conjunto. La vinculación que se quiere provocar entre el complejo sistema de financiamiento y la producción para estimular el crecimiento y sus rendimientos no va a ocurrir de manera automática. Pero tampoco se va a conseguir introduciendo distorsiones con criterios políticos. Ese es el quid del asunto. La experiencia de las tres últimas décadas es rica, pero igualmente parece ser una atadura.

La conformación del sistema financiero se adapta a las condiciones de la estabilidad fiscal y monetaria, pero también lo hace cuando hay déficit o inflación. Hay que encarar el asunto de qué tanto se puede parchar, cuáles pueden ser las medidas institucionales de tipo compensatorio, cómo aprovechar los nuevos espacios en el mercado financiero y hasta dónde llegan las reformas. En cuanto a la inclusión, los debates y las acciones se han multiplicado, hacer que la gente vaya al banco no es incluirlos en el sistema financiero. Para eso se necesitan los productos adecuados para cada mercado y con las condiciones idóneas, y admitir que ofrecerlos tiene un costo.



*Artículo publicado en La Jornada el 30 de Junio de 2014.

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